Por: Lic. Francisco Galindo Sosa, XUNLA de la licenciatura en Derecho de la UNLA
El Derecho, por su condición de ciencia social, constantemente está sujeto a la dinámica propia de los grupos humanos, quienes en su proceso de desarrollo encuentran nuevos problemas que resolver. Ante dichas situaciones, las disciplinas jurídicas deben ofrecer respuestas justas que permitan alcanzar el bien común. Aquel sistema jurídico que desconoce la importancia de acudir a las fuentes reales que lo alimentan, termina por condenar su existencia a una idealización que significará, tarde o temprano, su inaplicabilidad. Es paradójico que hace tan solo una década se hablara de dos recientes ramas de la ciencia jurídica, cuyo principal objetivo era la protección de realidades que durante toda la historia de la humanidad han estado presentes: el entorno natural y las grandes obras del hombre.
La protección del patrimonio cultural y natural de la nación es uno de los nuevos campos hacia los cuales se ha extendido el desarrollo del derecho positivo durante el presente siglo. El proceso se inició con la revalorización que comenzó a hacerse de los bienes culturales y naturales de la nación, como elementos que son esenciales para la identidad y el desarrollo espiritual y material de un pueblo. La revalorización de esos bienes condujo directamente a que su protección pasa a ser considerada como un objetivo social, por tanto, como un fin estatal. Con base en estas consideraciones, la legislación creó un nuevo cometido, el Estado o, dicho en otras palabras, incorporó la protección del patrimonio cultural y natural de la nación a la función pública o función del Estado y reguló la forma en que esa nueva función habría de llevarse a cabo.
En ningún otro momento la conciencia de preservar un conjunto de bienes había sido tan notable, pero también es cierto que jamás estos habían estado en tal peligro de desaparecer por las constantes agresiones producto no solo de la acción de la naturaleza, sino del propio ser humano. El término ‘patrimonio cultural’ implica una connotación eminentemente económica, misma que puede ser contradictoria cuando se hace referencia a una clase de bienes que son preservados por considerarse de incalculable valor, es decir, invaluables.
Así pues, se pueden definir los bienes culturales como aquellos muebles, inmuebles o intangibles que poseen un valor de relevancia que, por sus connotaciones arqueológicas, artísticas, históricas, etc., les hace merecedores de tal calificación y, por tanto, dignos de ser tutelados por la normatividad que los regula, sea quien sea su titular o poseedor y sin que exista necesariamente una previa declaración administrativa al efecto.
En la experiencia concreta de México, el concepto de patrimonio cultural debe entenderse en el sentido jurídico como «el conjunto de bienes de toda naturaleza, muebles e inmuebles que corresponden a una persona» y en el sentido antropológico general como «los bienes o productos, culturales pasados o presentes, sean estos tangibles o intangibles que una colectividad social determinada le otorga un valor excepcional».
Francisco Arturo Schroeder Cordero señala en el artículo titulado «Patrimonio cultural», incluido en el Diccionario Jurídico Mexicano (t. IV, p.2356), que «por patrimonio cultural de una nación, debemos entender a todos aquellos bienes muebles, incluso intangibles, tanto públicos como privados, que, por sus valores históricos, artísticos, técnicos, científicos o tradicionales, principalmente, sean dignos de conservarse y restaurarse para la posteridad».