Viviendo en un crucero

Por: César Amezcua, profesor de la licenciatura en Administración y Desarrollo Turístico

 

Fotografía de autoría propia

«Sólo aquellos que se arriesgan a ir demasiado lejos pueden descubrir hasta dónde se puede llegar» ― T. S. Eliot

 

Todavía recuerdo la primera vez que me subí a un crucero. La piel se me vuelve a poner «de gallina». Cosas así no se olvidan nunca. Llevaba mi maleta casi vacía, pero el corazón lleno de ilusiones. Ya los había visto antes en películas y en mis clases de Turismo, pero en ese entonces nunca imaginé que algún día terminaría siendo un marinero y que recorrería el mundo entero viviendo en una ciudad flotante. 

 

Era una colosal bestia construida con toneladas y toneladas de metal. ¿Cómo es posible que cosas así se mantengan a flote en el mar? La vista no me daba lo suficiente para contemplarlo de arriba a abajo. Tenía que echar el cuello hasta muy atrás para poder ver la cima del crucero. Pero aún más sorprendente fue cuando tuvimos que entrar a las entrañas del barco. Estaba lleno de vida, tal y como las ballenas cuando acaban de engullir una gran bocanada de plancton. Íbamos entrando, de uno en uno, los recién reclutados, quienes viviríamos abordo durante los próximos seis meses. Nos llevaron por un túnel que conectaba al muelle con el crucero. 

 

Desde un inicio los guardias fueron muy estrictos. Muchos filtros de seguridad por todos lados. Algo así como en los aeropuertos. Te escanean de pies a cabeza, te piden tu pasaporte, documentos, y al final te toman una foto para poder entrar. Ya imaginaba que sería algo así, pero no estaba listo para lo que encontraría detrás de la gruesa coraza de acero. Había una extensa avenida que recorría el barco de principio a fin. Desde la proa hasta la popa. Por ahí circulaban pequeños vehículos de carga, tripulantes con casco y trajes de buzo, contenedores con cientos de vegetales y frutas que usarían para los muchos restaurantes a bordo, y otras tantas tarimas atiborradas hasta el tope. Gente yendo y viniendo con gran alboroto. Y con justa razón todos corrían con mucha prisa. El barco tenía que estar listo y preparado para partir en un par de horas. La logística que tienen que llevar a cabo es impresionante. Es como limpiar todo un estadio justo después de un partido, porque afuera ya están esperando las personas que entrarán a un concierto. El barco debe estar impecable, como recién salido del astillero. Y pronto yo sería parte de ese complicado proceso. 

 

Nos guiaron a través de aquel gentío, esquivando máquinas y remolques de carga. Atravesando pasillos anchos y estrechos. Subiendo y bajando por diferentes cubiertas del barco. De no haber sido guiados por el personal, seguramente nos habríamos perdido en ese intrincado laberinto. Al fin, llegamos a algo parecido a un salón de clases. Había pequeñas mesas con sus respectivas sillas. Sin demora alguna tomamos asiento y nos dieron un curso obligatorio de qué hacer en caso de emergencia, los protocolos para contener incendios y la manera correcta de abandonar la nave en el peor de los casos.

 

Actualmente, los navíos están equipados con muchos sistemas, alarmas y sensores por todos lados para detectar cualquier problema. Tienen el doble de la capacidad de las personas que viajan abordo en botes y chalecos salvavidas, conexión con satélites de última generación y comunicación constante con la Guardia Costera. Después de esa enriquecedora clase de inducción, parecía que nada podía salir mal en un barco tan moderno, hasta que nos dijeron que aún hoy en nuestros días puede haber naufragios, pirataje y grandes buques que terminan en el fondo del abismo. 

 

No todo es miel sobre hojuelas, mucho menos en un crucero. ¿Creían que en el primer día me dejarían descansar después de un largo viaje? Pues no. Tuve que viajar al otro lado del mundo para poder embarcarme. La ruta del barco iniciaría en Sidney, Australia. El vuelo de casi dieciséis horas me dejó más que exhausto, sin mencionar los estragos causados por el jet lag. Pero eso no importaba aquí. A partir de ese entonces, todos los días serían lunes. No hay fines de semana, ni días festivos, ni mucho menos días de descanso. En un crucero se trabaja todos los días, a veces hasta doce horas. Ya no había vuelta atrás. Una vez que pisas dentro, eres parte del gran engranaje. «Parte de ellos. Parte de la nave». 

 

De pronto, se escuchó un gran estruendo. Un fuerte silbido hizo que todo temblara al rededor. El suelo, las paredes, el techo. El barco comenzaba a zarpar y alejarse del muelle. Las gigantescas propelas empujaban al monumental barco hacía el frente. Vimos por las ventanas como poco a poco íbamos dejando todo atrás. Y mientras nos retirábamos del puerto, un icónico edificio surgía en frente de nosotros. The Opera House. Esa bonita construcción blanca inspirada en la concha de los nautilus. Si han visto la película de «Buscando a Nemo» de Pixar, seguramente la recuerdan. La magnífica vista que nos ofrecía el barco duró apenas unos minutos, pero hizo que todo valiera la pena. El estar lejos de casa, con sueño, hambre y muchos nervios era el precio que se tenía que pagar por tener la oportunidad de trabajar al otro lado del mundo, en un crucero.

 

Terminando el curso de inducción, nos asignaron una cabina abordo. Ese sería nuestro dormitorio durante medio año. Era un pequeño espacio. De apenas unos tres metros de ancho por seis metros de largo. Había un escritorio, una silla, una televisión de unas veinte pulgadas, una mesita con una lámpara, el closet y el baño colocado justo al lado de la entrada a la habitación. No me sorprendió mucho lo reducido que era el camarote, sino que era un espacio compartido. Había una litera con dos camas. La de abajo estaba ocupada, habría de tomar la cama de arriba. Dejé las pocas cosas que llevaba y me dispuse a recoger mi uniforme. Mi trabajo sería de oficina, así que vestiría pantalones negros y una camisa blanca. El uniforme completamente blanco de marinero está asignado solo para los oficiales. 

 

Fotografía de autoría propia

 

La vida en el mar está asediada por los constantes peligros del océano, las tormentas, fallas técnicas y otras amenazas que no quisiera mencionar. Por lo tanto, la disciplina es muy estricta, casi como en la naval. Las personas a cargo son oficiales con algún rango que se distingue por el número de rayas que portan en los hombros. Obviamente, el Capitán es el oficial con el más alto rango. Su uniforme porta cuatro rayas doradas. Suele tomar unos quince a veinte años de arduo trabajo, esfuerzo y compromiso lograr tal distinción.  

 

Siendo mi primer contrato en el barco, yo no portaba ningún rango. Tenía que empezar desde abajo como todos los demás. Aprender desde cero y dar mi mejor esfuerzo. Mi función era administrativa. Yo era el secretario de hotel. Tenía que crear reportes, imprimir documentos, sacar copias, contestar llamadas, registrar minutas, organizar la agenda del Gerente General, y por supuesto, llevarle el café. Creo que después de todo no era un trabajo tan malo como otros que había a bordo.

 

En un barco así de inmenso, se necesita mucha gente: recepcionistas, meseros, baristas, cocineros, médicos, artistas, niñeras, floristas, plomeros, carpinteros, electricistas, ingenieros y cualquier otro oficio o profesión que se puedan imaginar. Gracias a mi carrera de Licenciatura en Administración de Empresas Turísticas, no tenía que arriesgar el pellejo y terminar el día lleno de aceite después de darle mantenimiento a las maquinas que impulsaban el barco. Pero no me mal interpreten, un tripulante experimentado de mantenimiento podría fácilmente cuadruplicar el sueldo que yo ganaba siendo un oficinista. Yo solo tenía que asegurarme de tener todos los reportes listos y a tiempo.

 

Y esa era la gran ventaja de trabajar en un crucero, aparte de conocer el mundo, practicar mi inglés y engordar el curriculum, el salario estaba libre de impuestos. No tenía que preocuparme por juntar para la renta, ni por la comida, ni pagar los servicios de electricidad, agua, gas; ni quedarme atorado en el tráfico para llegar al trabajo. Incluso si me enfermaba, el Centro Médico a bordo cuidaría gratis de mí. Los vuelos de ida y vuelta a casa también los cubre la naviera. ¿Qué más se puede pedir? Y si se me antojaba algún dulce, galletas o comprar un rastrillo nuevo, había una tiendita a bordo únicamente para tripulantes. 

 

A parte de la tiendita exclusiva para nosotros, también había lavandería, peluquería, biblioteca, centro de videojuegos, comedor las veinticuatro horas del día y albercas. ¿Mencioné el bar? Cada noche había un evento con temática diferente. ¿Y saben cuál era la mejor noche de todas? Por supuesto, «Noche Mexicana». 

 

Así mismo, el nivel de exigencia es muy alto. El servicio que se debe brindar a los huéspedes en un crucero debe ser perfecto. No hay lugar para cometer errores. Hay que levantarse muy temprano todos los días durante tu contrato. El llegar tarde al trabajo es una gran falta. No hay excusa para ello. La puntualidad es el primer eslabón a cumplir en esta cadena de excelencia. Debes siempre sonreír, ser cortés y saludar al huésped, cumplir con los deberes en tiempo y forma, estar constantemente en cursos y capacitación, a veces tener apenas y treinta minutos para comer y continuar con otro turno de seis horas. No siempre podrás bajar a conocer el puerto al que llega el crucero. Habrá ocasiones en las que te tendrás que conformar con la vista que ofrece la última cubierta del barco y la fresca brisa del mar.

 

Pero cuando tus horas de descanso coincidan para poder estirar las piernas y pisar tierra firme, te darás cuenta que es una verdadera fortuna tener la oportunidad de estar en un trabajo en el que te pagan por viajar. Irás a lugares que solo escuchaste en tus clases de geografía, visitarás islas lejanas donde las aguas cristalinas hacen creer que las embarcaciones flotan en el aire, verás los mejores atardeceres pintados de un intenso rojo carmesí, saludarás a las ballenas y delfines que viajan saltando al lado del barco, podrás observar cómo bailan las aureolas boreales a mitad de la fresca noche, conocerás gente de todos los rincones del planeta y forjarás amistades eternas. Después de trabajar en un crucero, ya no serás la misma persona de antes. Experiencias así te cambian la vida. 

 

Fotografía de autoría propia

 

Y así fue mi primer contrato en un crucero. Viajamos durante treinta días alrededor de toda Australia, alimentando canguros, enfrentando días soleados, tormentas y horizontes que no tenían fin. Después bajamos a Nueva Zelanda y visitamos las paradisíacas islas de Fiji. Luego navegamos hacía el norte, hasta llegar a Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Cambodia, Vietnam y Tailandia. Y lo que encontré en estas remotas tierras fue casi salido de un sueño, pero eso será una historia para contar otro día.   

 

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