Por: Mtro. Logan Meza, estudiante del Doctorado en Derecho de la Universidad Latina de América
I. La paradoja del servicio público
En el servicio público, los resultados suelen medirse en indicadores, presupuestos y tiempos de cumplimiento. Sin embargo, pocas veces se habla del elemento que realmente da sentido a todo ello: las personas servidoras públicas.
Detrás de cada expediente, acta o acuerdo administrativo hay seres humanos que sostienen el funcionamiento institucional con su experiencia, compromiso y vocación. Pero en muchas ocasiones, cuando una persona llega a ocupar un nuevo cargo en una institución, se encuentra con un mosaico de equipos ya formados —algunos con historia, otros con inercias, algunos con recelos o costumbres arraigadas—.
La tarea inicial, entonces, no es solo administrar, sino reorganizar y unificar. Hacer que diversas voluntades y estilos de trabajo se transformen en un solo equipo, orientado a un propósito común. Y ese proceso no se logra con órdenes, sino con liderazgo, claridad y empatía.
Los equipos, en la práctica cotidiana, suelen definirse por organigramas, manuales o incluso compadrazgos. Pero eso no significa que realmente funcionen como un cuerpo colegiado. Construir equipos con propósito es un reto que implica reconfigurar estructuras humanas para que compartan visión, responsabilidad y sentido de pertenencia institucional.
II. Del puesto al propósito
Desde mi labor en la Secretaría Administrativa del Tribunal en Materia Anticorrupción y Administrativa del Estado de Michoacán (TAAM), he confirmado que los equipos no se construyen a partir del cargo, sino del propósito. Y algo más: he descubierto que cuando disfrutas lo que haces, esa pasión se contagia.
El servicio público no tiene por qué ser solemne o distante; puede ser un espacio donde el compromiso convive con la alegría, donde la responsabilidad no está peleada con el entusiasmo. Trabajar con gusto transforma no solo los resultados, sino el ambiente en el que se logran.
Durante ese proceso, entendí que cada área cumple una función esencial en la operación institucional, pero su trascendencia depende de la claridad con la que asuma su misión y de cómo la ejecute.
Por ejemplo:
Servicios Generales no solo administra espacios, vehículos o suministros; garantiza que las condiciones materiales de trabajo sean dignas, seguras y funcionales, porque solo así puede haber justicia eficiente.
Servicios Financieros no solo gestiona recursos; construye estabilidad y sostenibilidad institucional, asegurando que las decisiones del Pleno se traduzcan en acciones concretas que hacen posible la justicia administrativa.
Recursos Humanos no se limita a controlar nóminas o expedientes; cultiva un entorno de respeto, desarrollo y bienestar donde cada persona servidora pública puede crecer profesionalmente con equidad.
La Coordinación Auxiliar, en su labor transversal, articula tareas, refuerza la comunicación interdepartamental y da soporte a todos los procesos operativos que permiten que las demás áreas funcionen.
Cada una de estas áreas tiene, a su vez, personas responsables, equipos de apoyo y cadenas de trabajo que, al integrarse, conforman un solo engranaje. Todas y todos se deben a sus propios equipos, pero al final se dirigen bajo un mismo liderazgo y con una sola dirección: la institucionalidad del TAAM.
Cuando ese sentido de propósito compartido se consolida, los resultados dejan de medirse en trámites y comienzan a reflejarse en confianza ciudadana.
III. La confianza como estructura invisible
En las instituciones públicas existen manuales, lineamientos y reglamentos que buscan garantizar el orden y la transparencia. Sin embargo, la verdadera estructura que mantiene unido a un equipo es invisible: la confianza.
La confianza no se impone ni se decreta; se construye con tiempo, con diálogo y con coherencia. No hay documento que sustituya una conversación honesta, ni circular que reemplace el contacto humano genuino.
En la Secretaría Administrativa, la confianza se traduce en colaboración efectiva entre áreas. Cuando Servicios Financieros dialoga con Recursos Humanos, cuando Servicios Generales apoya sin burocracia, o cuando la Coordinación Auxiliar refuerza una tarea sin esperar reconocimiento, se fortalece una red de apoyo que va más allá del papel: se convierte en cultura organizacional.
Porque un equipo que confía no teme reconocer errores ni compartir méritos. Y cuando eso ocurre, el trabajo deja de ser una obligación y se vuelve una forma de compromiso colectivo con la institución.
IV. Los valores que cohesionan
Toda organización pública que aspire a la excelencia debe definir qué valores guían su quehacer. En el ámbito administrativo, esos valores son la base que permite transitar hacia una justicia administrativa efectiva, donde la legalidad se convierte en servicio.
Tres valores, a mi juicio, cohesionan a un equipo con propósito dentro de la gestión pública:
1.- Responsabilidad: porque la administración pública no admite la improvisación. Cumplir con oportunidad, transparencia y eficacia es la expresión más concreta del servicio a la sociedad.
2.- Equidad: porque la justicia empieza desde dentro. Las decisiones administrativas deben considerar no solo la norma, sino el impacto humano que generan.
3.- Colaboración: porque en un entorno tan normado, el desafío no es trabajar en orden, sino trabajar juntas y juntos.
Practicar estos valores no solo genera eficiencia operativa, sino una verdadera cultura institucional. Son la brújula ética que convierte al equipo administrativo en garante de la justicia administrativa en este Estado.
V. El propósito como legado
Construir equipos con propósito dentro del servicio público no es un acto instantáneo ni un logro personal: es un proceso continuo, paciente y profundamente humano.
Significa sembrar una manera distinta de entender la función pública: no como un espacio de control, sino como un espacio de confianza, colaboración y sentido.
Cuando un equipo comparte propósito, la comunicación fluye, las áreas se integran y los resultados se vuelven parte de una visión más amplia. No se trata solo de alcanzar metas presupuestales o administrativas; se trata de dejar una cultura institucional que inspire a quienes lleguen después.
Y cuando ese equipo finalmente se consolida, cuando la confianza, la empatía y la claridad de rumbo se vuelven parte de la rutina, ocurre algo aún más profundo: la relación trasciende las paredes de la oficina.
En ese punto, lo laboral deja de ser solo trabajo y la amistad nace de manera natural, sin buscarla, como resultado genuino del respeto, del compañerismo y del tiempo compartido. Los lazos se fortalecen en los pasillos, en las risas cotidianas, en las comidas improvisadas o en las conversaciones sinceras después de un día normal o intenso. Y es ahí donde un equipo deja de ser un conjunto de personas y se convierte en una comunidad.
Porque cuando el trabajo se disfruta genuinamente, cuando uno se divierte haciendo lo que hace, esa energía positiva se transmite. No se trata de frivolizar la función pública, sino de entender que la pasión por lo que hacemos multiplica nuestro impacto. Un equipo que trabaja con gusto no solo cumple: inspira, innova y construye con alegría.
A veces, sin embargo, llega el momento de las partidas. Cuando una persona del equipo —o varias— deja la institución para asumir nuevos retos, el sentimiento es agridulce. Queda una tristeza legítima, pero también un orgullo profundo.
Porque quienes se van llevan consigo algo más que conocimientos: llevan la cultura del equipo, la forma de trabajo, los valores y la lealtad que aquí aprendieron. Y aunque su ausencia pueda desarticular temporalmente la rutina, su legado permanece, porque lo que construyeron aquí seguirá vivo en las nuevas dinámicas y, sobre todo, en la forma en que replicarán lo aprendido allá donde vayan.
Les costará trabajo al principio —como cuesta siempre empezar de nuevo—, pero estoy seguro de que, al hacerlo, sembrarán lo mismo que aquí sembramos: confianza, compromiso y amistad. Ese es el verdadero legado de un equipo con propósito: multiplicar lo aprendido hasta que se vuelva cultura en otros espacios.
VI. Epílogo personal
El Doctorado en Derecho en la UNLA me ha ofrecido un espacio invaluable para analizar, desde la teoría, aquello que vivo en la práctica institucional.
Cada clase, cada lectura, cada diálogo con las y los docentes y colegas me ha permitido darle nombre académico a experiencias cotidianas: la importancia del liderazgo ético, la gestión con enfoque de género, la optimización presupuestal y, sobre todo, la necesidad de que toda acción administrativa tenga sentido social.
He comprendido que el servicio público no es solo cumplir con procedimientos, sino contribuir a un proyecto de justicia que comienza en lo administrativo y se refleja en lo jurisdiccional. En ese sentido, la gestión deja de ser meramente técnica para convertirse en una forma de humanismo aplicado: un ejercicio de armonía entre la norma, la razón y la empatía.
Construir equipos con propósito ha sido una lección de vida tanto como una práctica institucional. Porque, en el fondo, trabajar por y para la justicia no solo implica aplicar reglas, sino inspirar a las personas servidoras públicas que las hacen posibles.
Y esa es, quizá, la tarea más noble del liderazgo administrativo: hacer que la vocación se vuelva cultura, que la cultura se vuelva ejemplo y que el ejemplo se vuelva justicia.