Por: Arq. Paola Yurixhi Castro Carrillo, estudiante de la Maestría en Planeación Territorial UNLA.
En las ciudades contemporáneas, la forma en que vivimos y sentimos los espacios públicos está estrechamente ligada a la seguridad que éstos transmiten. No basta con que existan físicamente; lo que determina su vitalidad es la confianza que generan en quienes los habitan. Esa confianza no depende solo de la incidencia delictiva real, sino de cómo percibimos nuestro entorno y de los elementos que lo hacen acogedor o, por el contrario, riesgoso.
La iluminación es uno de los factores más determinantes. Más allá de su función técnica, la luz modela el comportamiento urbano: influye en la forma en que caminamos, nos reunimos o decidimos permanecer en un lugar. Sin embargo, su efectividad está vinculada con otros elementos: banquetas seguras, vegetación adecuada, mobiliario urbano en buen estado y un mantenimiento constante. “El espacio no tiene sentido sin luz”, escribió Steven Holl (2016), recordándonos que el diseño urbano también se experimenta a través de la percepción.
La inseguridad en los espacios públicos constituye uno de los principales obstáculos para el derecho a la ciudad. Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) del INEGI (2025), más del 45 % de la población se siente insegura en calles y transporte público. Esta percepción limita la movilidad, altera rutinas y reduce la convivencia social, afectando directamente la cohesión urbana. “La inseguridad urbana es consecuencia de desigualdad, pobreza, discriminación e individualismo” (Iracheta Cenecorta, 2023); por ello, el problema va más allá de la criminalidad: tiene raíces socioespaciales.
El equipamiento urbano debe diseñarse no solo para ofrecer servicios, sino para “propiciar el encuentro y generar sentido de pertenencia y orgullo”. Cabe agregar que la limpieza, el mantenimiento y la visibilidad son esenciales para garantizar la calidad del espacio público (ONU-Hábitat, 2022).
La percepción de seguridad también se explica mediante teorías urbanas. La teoría del prospecto-refugio (Appleton, 1984) describe la preferencia humana por entornos que combinan amplitud visual y protección, mientras que la teoría de las ventanas rotas (Wilson y Kelling, 1982) demuestra cómo el deterioro urbano puede desencadenar conductas antisociales (Jasso López, 2015). Por su parte, el enfoque CPTED (Crime Prevention Through Environmental Design, Moffatt, 1983) propone estrategias como la vigilancia natural, el control de accesos y el mantenimiento constante para prevenir el delito (ICA, 1996). Jane Jacobs (1961) sintetizó esta idea con su célebre noción de los “ojos en la calle”: la presencia activa de las personas como principal fuente de seguridad.
Desde la planeación, la gobernanza y la participación ciudadana son esenciales. “La transformación social-ecológica requiere reconocer que los territorios no pueden seguir organizándose bajo la lógica del mercado, sino en función de las necesidades colectivas” (Chanona y otros, 2019). En Morelia, iniciativas como el Presupuesto Participativo muestran el potencial de involucrar a la comunidad, aunque aún persisten barreras de confianza y organización. En contraste, autores como Pablo Sendra (2024) abogan por el co-diseño, donde las comunidades participan desde la creación de los proyectos y no solo como votantes de propuestas predefinidas.
El análisis de la relación entre infraestructura y seguridad confirma que la calidad del espacio público no depende solo de la incidencia delictiva, sino de la manera en que lo experimentamos (Jasso López, 2015). Espacios bien iluminados, accesibles y equipados invitan al uso y fortalecen la confianza colectiva (ONU-Hábitat, 2016). Por ello, el diseño urbano debe asumirse como una estrategia integral que articule sostenibilidad, participación y resiliencia ambiental.
En síntesis, construir ciudades seguras no implica únicamente reducir delitos, sino crear entornos donde las personas puedan habitar con confianza. Un espacio público seguro y bien cuidado no solo mejora la calidad de vida, sino que impulsa la cohesión social y el bienestar colectivo. La luz, el diseño y la participación se convierten, así, en herramientas fundamentales para iluminar también la seguridad y el derecho a la ciudad.
Referencias